sábado, 2 de abril de 2011

SERGIO FERREIRA, un héroe que superó el trauma de la guerra a través del arte

Sergio Ferreira no elude una entrevista sobre su experiencia como enfermero y camillero en la guerra de las Malvinas. Sabe que, inexorable y recurrentemente, acercándose el 2 de abril, alguien va a golpear la puerta de su casa para invitarlo a describir lo más atroz que puede vivir un ser humano. Es uno de los titiriteros más importantes de la región. Con los títeres, también, luchó contra los espectros de la guerra, y está orgulloso de contarlo.



“¡Che, ahí están los gurkas y los ingleses!”, gritó un esmirriado soldado que se había asomado a la ventana de aquel hospital de campaña, en la madrugada del 14 de junio de 1982, a los demás soldados. “Y sí… ahí están”, dijo, cariacontecido, un oficial. Y después los tranquilizó: “Hay cese de fuego, no les van a hacer nada”.
El camillero Sergio Ferreira del Batallón 9 del Ejército, clase ’62, los vio: gurkas y oficiales ingleses estaban dando órdenes desde afuera, pero ya sin disparar. Ya sin el tráfago de las semanas anteriores, cuando Sergio iba y volvía del puesto sanitario hasta los lugares de combate, en un Unimog, buscando hombres heridos, chamuscados, cercenados, salvándose de balas y esquirlas.
Cuenta: “Ahí nos tomaron prisioneros, así que esperábamos la orden de rendición del general Menéndez (gobernador argentino del archipiélago durante la breve ocupación) y salimos afuera. Estábamos a dos cuadras de la casa de Menéndez. Desde allí (Puerto Argentino, en la isla Soledad) vimos que se arriaba la bandera argentina y se izaba la de los ingleses. Y se me hace un nudo en la garganta… porque hasta ese momento yo no sabía lo que significaba la palabra Patria”.
Sergio, casi veinticinco años después, rememora para EL EXTREMO SUR, desde su colina vital, con una mirada que atravesó el horror, conciente de que no todos sus compañeros, los que volvieron, tienen esa suerte. Porque algunos, más que apostarse en colinas para ver la vida que resta, se sumieron en abismos hasta el suicidio.
“He visto la muerte, he juntado un montón de cadáveres y también tipos que al otro día no estaban más porque ya estaban muertos. He visto cosas terribles como un galpón que lo habían bombardeado, entramos y vimos a los tipos pegados contra el techo o las paredes. ¡Plasmados en el techo! Volaron y quedaron ahí. O las esquirlas que pasan cerca tuyo. O el tìpico olor de lo podrido, de la carne asada, un tipo que tiene todo el brazo como pasada por una máquina de picar carne”, describe, y por eso está convencido que tiene “una valorización distinta de la vida humana. Veo a gente tan preocupada con problemas que son tan pelotudos…que yo no me podría fijar en eso. Empezás a valorar otras cosas en la vida, lo que tenés cerca, por ejemplo, la conciencia sobre tu país”.
Pero también comprende a otros de sus compañeros, aquellos que son reticentes para hablar del estrago vivido en aquellos páramos. “Porque es difícil hablar de tu dolor”, los justifica. “Yo superé muchas cosas. La vida que llevo me permitió ser otro tipo de persona. Con mi profesión recorrí nueve países de habla hispana, no me quedé esperando que me den la pensión. En vez de ser piquetero agarré mis títeres y me fui de gira, y volví después de 5 años. No le tengo miedo a la muerte, la muerte está a mi izquierda y en cualquier momento me va a llegar, le tengo respeto”.
Convendría decir que Sergio Ferreira (44 años) es uno de los titiriteros más reconocidos de la región, que lleva adelante un programa estatal en Caleta Olivia denominado “Los títeres y la escuela” y que, además, es uno de los “alma mater” del Festival Regional de Tïteres que convirtió a esta ciudad en la sede.
¿Habrá sido el arte una terapia que le permitió repeler los espectros de la guerra? Sergio no está muy seguro de ello, lo que sí puede alegar a favor de su arte es que con su obra: “Malvinas, historia que no se olvida”, pudo comunicar lo que sucedió en muchas partes.
“Cuando me fui era un pibe, y cuando volví ya era otro tipo”, cuenta recordando la vorágine de los primeros meses en Comodoro y Caleta. “Pasé por todos los estados emocionales. Cambié a algunos amigos. Y me encerré. Ya en mi casa me despertaba y pensaba que estaba allá y me tiraba al suelo, cuerpo a tierra. Y miraba para todos lados y me decía que no, que estaba en mi pieza”.
Sergio asegura que “nunca recibimos contención psicológica”. “Los ingleses nos subieron, a más de 4.500 prisioneros, a un barquito que atracó en Puerto Madryn. Allí nos dejaron, y en el puerto nos recibió el jefe del Batallón 9. Nos metieron en camiones, y nos trajeron hasta Comodoro y ahí estuvimos en un ‘período de rehabilitación mental”.
En ese “período”, Sergio y sus compañeros pasaron cerca de dos largas semanas encerrados en una unidad militar. “La idea era encerrarnos ahí y después ver qué íbamos a decir”. “Lo único que hacíamos era estar ahí y nos dieron ropa nueva y estábamos aburridos y no sabíamos que hacer. Es más no podíamos dormir ahí, porque estábamos acostumbrados a los bombazos”. Sus mentes se habían acostumbrados de tal forma al estrépito que allá en las Malvinas, en el puesto de campaña, los muchachos tenían un grabador a pilas. “Y cuando nos bombardeaban, grabábamos eso; entonces, en el puesto no podíamos dormir; poníamos el grabador y el cassete de las bombas y ahí nomás nos dormíamos todos”.
Hay que agregar que volvían famélicos de la guerra y, además, para sus padres estaban muertos “porque había mucha desinformación”, y en esa “rehabilitación”, no había ni un solo psicólogo. “Llegó un momento en que no nos bancábamos a ninguno, queríamos ver a nuestras familias que no sabían nada. A mí me habían dado por muerto, por ejemplo. Entonces un día nos escapamos”. Sergio, todavía con su uniforme verde, detuvo un auto para que lo llevara hasta la frontera provincial, y lo dejaron en la comisaría de Ramón Santos. “Y me vine a Caleta Olivia y me encontré con mi viejo al atardecer y nos abrazamos y lloramos”.
Largados a la buena de Dios después de la derrota, “hubo 400 suicidios de ex combatientes y nadie hace nada, a nadie le importa un carajo. Pero un día va a haber un loco que no va a hacer eso, se va a subir a un lugar y va a empezar a matar gente”.
“Los veteranos de guerra han sido olvidados, eso es una realidad. Acá, en Santa Cruz, para que se reconociera la pensión de un veterano de guerra pasaron 24 años y encima nos pagan la mitad: 480 pesos”. Sergio recibe, además, la pensión nacional. Que también, el Estado nacional tardó cerca de una década para otorgarla a los ex combatientes.
Sergio dice que jamás se cumplió la promesa del pleno empleo para ellos. “Si podías decir que no eras combatiente para conseguir trabajo, mejor. Buscabas laburo y la gente no quería saber nada de darle a los veteranos. Tal vez pensaban que estábamos locos, qué se yo, que íbamos a traer algún problema”
¿Perciben que los ven como héroes?
“Hasta el día de hoy no somos reconocidos como héroes”, recrimina, “si no, no podríamos estar ganando una pensión de 480 mangos y al piquetero le das la bolsa de comer y le pagan más de mil quinientos pesos. Entonces cómo a un héroe de Malvinas le van a pagar eso”.
“Es más, ahora surgió una ‘agrupación de soldados movilizados’ y quieren que los reconozcan igual que a nosotros. Esto sucede porque la gente no sabe lo que hemos pasado. Los ex combatientes estamos podridos de contar todo lo que hemos vivido para que nos reconozcan. Para mí no son héroes los movilizados (durante el conflicto, pero que no llegaron al teatro de operaciones). No es lo mismo estar movilizado que por lo menos alguien te va alcanzar un mate cocido, y vas a salir un fin de semana”. Sergio discrepa con aquellos ex soldados conscriptos que buscan ese resarcimiento moral y económico y por el cual ya hay un proyecto de ley en el Congreso. “Lo veo como una falta de reconocimiento de estos flacos hacia nosotros”, opina Sergio. “Apareció la oficina de los derechos humanos y ahora todo el mundo quiere ganar guita y zafar. De hecho no están trabajando para sumarse a nosotros o para hacerle un bien a la comunidad. Se están sumando para que les garpen una plata”.
Sergio dice que volvería a las Islas. Para sentir aquello nuevamente, para caminar y recordar cómo fue todo aquello. No obstante, tiene una gran pesadumbre espiritual.
- ¿Volverías a una guerra?
“Si yo supiera que, al pelear en una guerra, vamos a estar todos los argentinos comprometiéndonos, porque eso va a significar que va a ser un país libre y que vamos a ser buena gente, volvería a una guerra… pero en este momento, conociendo como somos los argentinos no voy a pelear una guerra. Lo veo en cualquier sector de mi ciudad o de mi país. Lo que más pena me da de la Guerra de las Malvinas es que todo lo que hemos pasado nosotros no ha servido para que el país cambie y, de esa forma, se busquen otras salidas inteligentes. Me da pena que sigamos en la chiquita, en la Ley de Lemas, en la boludez politiquera. Eso me apena, me entristece que no busquemos ser una gran Nación. Creo que todo no es plata. Hay cosas que no se venden”.
“Fue una guerra que no sumó. Esta fue una guerra en otro lugar, donde los argentinos no sintieron nada, porque si no no existirían tipos que sólo quieren plata…como los ‘movilizados’. Si supieran nunca harían una cosa así”.


Sergio Ferreira: “Lo que más pena me da de la Guerra de las Malvinas es que todo lo que hemos pasado nosotros no ha servido para que el país cambie”.

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¿En qué momento suena el clic
que nos convierte en hombres?


El 2 de abril de 1982, Sergio estaba mirando por televisión la “recuperación” de las islas Malvinas por parte del gobierno militar. Al contrario de muchos televidentes, para él no fue una noticia sorprendente. Es más, la toma de las Malvinas no fue intempestiva para él. Hacía poco se había despedido del Batallón Logístico 9 de Comodoro Rivadavia y allí ya se hablaba de que “iba a haber una guerra”, como que había pasado “todo el año previo, descargando bombas y armamento”.
Lo que no sabía ese muchacho de 19 años, que veía por TV el anuncio, es que tenía que reincorporarse al Batallón. Y es allí donde le explican, junto a otros compañeros de su clase: “miren muchachos, vamos a tener que ir a las Malvinas, a poner un puesto principal de socorro. Tienen que ir tres soldados de la clase ‘vieja’ y tres soldados de la clase nueva”. El Capitán Corominas les deja el dilema: “Decídanse entre ustedes. Y si no se deciden vuelvo y lo decido yo”.
¿Qué conciencia se podía tener de la guerra a los 19 años? “Y bueno, nosotros, con mis amigos, dijimos, vamos nosotros”. El objetivo era instalar un puesto principal de socorro. “Una semana y se vuelven”, dijo el capitán. Terminaron siendo diez semanas de pesadilla.
A Puerto Argentino llegó el 11 de abril e inmediatamente empezaron a desmontar una escuela para erigir un Hospital de campaña. Su puesto era la tripulación de una ambulancia. Cuando atacaban en primera línea salía él y sus compañeros. La primera vez que salió, en mayo, “estaban bombardeando, fuimos para allá y vimos cómo los aviones atacaban y volaba todo en pedazos. Y de ahí no paramos en nuestra tarea hasta que nos tomaron prisioneros el 14 de junio”.
“A la noche parecía Navidad, parecían fuegos artificiales, las balas pasaban... Venían los aviones y volaba todo y cuando empezaron a atacar y nos gritaban: ‘¡corran, corran!’; nos metimos en un campo minado y como tontos nos quedamos mirando asombrados porque nunca vimos nada de eso, cómo un misil lo alcanzaba a un avión y lo destruye en el aire y caen pedazos. Eso fue a la madrugada, y trajimos heridos y cadáveres. Después a la noche nos movilizamos durante bastantes días. Fue un ataque grosso, y a la madrugada ya fue una carnicería, y a la noche, empezamos a cargar cuerpos y desde ese día nuestra realidad, cambió, dejamos de ser aquellos niños”.

(NOTA PUBLICADA EN MAYO DE 2007, EN LA REVISTA "EXTREMO SUR DE LA PATAGONIA")

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